El Gran Hermano que no fue

En mi juventud leí la novela 1984 escrita bajo el seudónimo de George Orwell por Eric Blair en 1949. Su acción transcurre en un país imaginario, donde el poder -el Gran Hermano- controla y maneja la vida y los pensamientos de sus súbditos a través de pantallas transmisoras y receptores. El personaje, Winston, es empleado en un Ministerio y su tarea consiste en reescribir los diarios, libros y documentos del pasado, adaptados a la política del partido gobernante, alargando la mano hacia el pasado para decir que éste o aquel acontecimiento “no ha pasado”. Mantiene una secreta rebeldía contra el Partido y el Gran Hermano, que registra en un diario.

Las dificultades comienzan cuando se enamora de una muchacha que trabaja en el mismo lugar que él y juntos inician un romance que es descubierto por la pantalla receptora, es entonces que Winston se da cuenta de la ingenuidad de enfrentar al poder. Ambos son detenidos y torturados por más de siete años. Al final el sistema triunfa sobre Winston, quien termina escribiendo en letras mayúsculas en su pizarra: “LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD, DOS Y DOS SON CINCO, EL PODER ES DIOS”, las consignas del Gran Hermano.

Por entonces, esa auténtica pesadilla me pareció un cuento de ciencia ficción. Ahora debo confesar que mi ingenuidad se parecía a la de Winston, porque no creía que con el avance de las comunicaciones y la invención de poderosas máquinas para interferirlas se pudiera llegar a instalar entre nosotros aquel omnímodo poder del Gran Hermano.

La empresa en cuestión también fue denunciada en California, EEUU, por haber vendido información de ciudadanos de ese Estado, lo que generó numerosas demandas por actos ilegales cometidos con esos datos. La periodista Sussan Ferris, del diario The New York Times, dijo al respecto: “El tío Sam está vigilando a más de uno de nosotros”.

Espionaje privatizado

La ley 25.873 llegó el 17 de diciembre de 2003, por un proyecto del diputado Díaz Bancalari, modificado no se sabe por quién y convertido en ley por la mayoría numérica del oficialismo, sin debate ni despacho de comisión, en reuniones maratónicas de ambas Cámaras. Se promulgó por el Poder Ejecutivo el 6 de febrero de 2004. Allí se incorporaron los artículos 45 bis, ter y quater a la Ley de Telecomunicaciones Nº 19.798.

  • El artículo 1º de la ley impone a las empresas de comunicaciones la obligación de comprar, a su costo, los equipos para la captación y derivación de las comunicaciones que deben espiar. Es decir que privatiza el espionaje.
  • El artículo 2º las obliga a registrar los datos filiatorios y domiciliarios de sus clientes y los registros del tráfico e interceptar y grabar esas comunicaciones, a toda hora, todos los días del año y conservarlas durante diez años, para su consulta sin cargo por el Poder Judicial o el Ministerio Público.
  • Es interesante el artículo 3º, ya que presumiendo que la aplicación de la norma produciría daños y perjuicios a terceros por el registro de las comunicaciones y la utilización de esa información, le carga la responsabilidad de los mismos al Estado. Es decir que la ley, como en las peores épocas de los ‘90, privatiza la función de espiar y sus ganancias y estatiza las pérdidas.

Como si esto fuera poco, en noviembre de 2004, el Poder Ejecutivo, para reglamentarla, dictó el Decreto Nº 1563 que muestra la hilacha sobre el claro propósito perseguido por la ley, a la que supera, ya que en su artículo 1º señala como órgano de aplicación a “La Dirección de Observaciones Judiciales de la Secretaría de Inteligencia de la Presidencia de la Nación” (SIDE). Aquí, misteriosamente, desaparece y no se menciona ni al Poder Judicial ni al Ministerio Público. Es sólo la conocida SIDE la encargada de requerir a las empresas las grabaciones del contenido (ver el art. 1º “Captación de las comunicaciones”) de todas nuestras comunicaciones privadas interceptadas, escuchadas y grabadas por las empresas. El Decreto impone a los prestadores la obligación de “mantener la confidencialidad… el secreto de la existencia de los requerimientos que le sean efectuados” y “dar acceso a los datos que posean de sus clientes, inclusive la ubicación geográfica exacta”.

En resumen, al dictar esa ley, el Congreso abdicó de facultades propias, vulneró así los principios constitucionales y límites que hacen a la esencia misma del Estado de Derecho. Y el Ejecutivo –al reglamentarla– violó groseramente el inciso 2º del artículo 99 de la Constitución, ya que alteró la norma con excepciones que aquella no contiene.

Un negocio multimillonario

¿Era necesario transformar a todos los habitantes de la Nación en rehenes de un sistema inquisitivo en el cual todas las comunicaciones son captadas y grabadas para su observación remota, en una base de datos de un órgano no estatal? ¿Existe alguna garantía de que empleados de las empresas o de la SIDE no se apoderen de la información grabada y la vendan o puedan chantajear a los usuarios? ¿No se advirtió que la grabación del tráfico en Internet, significa conocer los gustos, las ideas políticas y las inclinaciones sexuales de los ciudadanos? El Gran Hermano se había instalado entre nosotros.

Podemos destacar dos aspectos de la ley y del decreto. El primero, de tipo legal, es que violan arbitrariamente, los legítimos derechos a la intimidad impuestos por los artículos 18 y 19 de la Constitución Nacional, derivación fundamental del derecho natural a la dignidad que le asiste a todo ser humano, así como la ley 25.326; los artículos 18, 20 y 21 de la misma ley 19.798; el 5º de la ley 25.526; el 236 del Procesal Penal; el 32 de la ley 11.723 y el artículo 1071 bis del Código Civil. Y también vulnera normas del Derecho Internacional, incorporadas a nuestro sistema por el inciso 22 del artículo 77 de la Constitución Nacional, como La Convención Interamericana de DDHH, la Declaración Universal de DDHH y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU, los que nos obligan a proteger la honra y dignidad de las personas, prohibiendo las injerencias en su vida privada, en el domicilio y en su correspondencia.

Y el segundo, de mero aspecto crematístico, es que pretenden transformar –a su costo, e incluso contra su voluntad– a los prestadores de servicios en agentes de la SIDE, ya que los obliga a adquirir los equipos para espiar a las empresas proveedoras –todas de origen estadounidense– y que tienen altísimos costos en dólares. Es decir que estábamos en presencia de un multimillonario negocio para esas empresas y sus “socios” locales.

Cuando advierto esta segunda trama oculta de las normas dictadas consulto con los colegas Monner Sans y Caplan, y elaboro el amparo, que queda radicado en el Juzgado Contencioso Administrativo N° 10. Fundé mi legitimación en mi doble carácter de usuario de servicios de telefonía, fija y móvil, de Internet y de abogado cuyo secreto profesional normado en la ley 23.187 y su Código de Ética estaba comprometido por esas normas. El 14 de junio de 2005, la doctora Liliana Heiland, titular de ese tribunal, dicta una brillante sentencia, donde con precisión analiza el irregular trámite parlamentario de sanción de la ley con una delegación en blanco al Poder Ejecutivo para reglamentarla, prohibida por nuestra Constitución, que también arrastra a la inconstitucionalidad del decreto 1563/04 y esa sentencia hace lugar a mi demanda, con costas, declarando la inconstitucionalidad de la ley 25.873 (artículos 1 y 2) y del decreto 1563/04.

La apelación del Ejecutivo recayó en la Sala II de la Cámara, integrada por los doctores Herrera, Conte Grand y Demarco. En su sentencia del 29 de noviembre de 2005, los camaristas afirman que “…el objeto de la pretensión articulada por el Dr. Halabi tienen una indudable dimensión colectiva… la sentencia aquí dictada… debe aprovechar a todos los usuarios que no han participado en el juicio. Esta conclusión no implica consagrar una suerte de acción popular ni prescindir del concepto de ‘causa’ o ‘caso’ sustentado invariablemente por la Corte… pues si admitimos el carácter colectivo de esta controversia, la derivación lógica de tal razonamiento será que el control de constitucionalidad ejercido tendrá también alcance colectivo para todos los usuarios que se encuentren en la misma condición que el actor”.

En este punto, el Poder Ejecutivo presenta el recurso extraordinario, consintiendo la inconstitucionalidad de las normas y cuestionando sólo el efecto erga omnes que la sentencia de la Sala II le otorgó a la declaración de la inconstitucionalidad.

Momento de alegatos

Antes de dictar su sentencia, la Corte Suprema convocó el 2 de julio de 2008 a una audiencia pública en la que expusimos nuestras posiciones. En primer lugar los doctores Carlos Andreucci, como presidente de la FACA y Laura Calógero, vicepresidente del CPACF quienes adhirieron a mi amparo en calidad de amicus curiae. Luego, el doctor Ángel Lanzón, quien representó a la Secretaría de Comunicaciones. Confieso que no envidié la posición del colega en ese instante, por cuanto debió hacer malabares y fuegos de artificio para justificar lo injustificable y para responder las filosas preguntas que le formularon –interrumpiéndolo reiteradamente– los ministros Lorenzetti, Zaffaroni, Maqueda y Argibay, lo que lo llevó tanto a contradecirse, como a realizar interjecciones con sus brazos, sin expresar palabra alguna. Por último me tocó el turno de hacer mi alegato, que fue interrumpido con preguntas por los nombrados ministros y terminé recordando palabras de Sánchez Viamonte: “Todo Estado tiene derecho, pero no todo Estado es un Estado de Derecho. Éste sólo existe cuando el Estado respeta la división de los tres poderes que lo componen, y no se entromete en la vida privada de los ciudadanos. Por ello la batalla entre la libertad y el poder ha sido una constante en las sociedades humanas.

Si la libertad tiene algún significado, este es precisamente el derecho y la obligación de todo ciudadano a defender la Constitución por encima de las leyes que los gobiernos de turno dictan contrariándola”. Es por ello que inicié el amparo a consideración de ese Alto Tribunal con la intención de que se declare la inconstitucionalidad de esas normas a fin de evitar la consumación de un estado policial que espíe todas nuestras comunicaciones, como El Gran Hermano que imaginó Orwell en 1984.

Y concluí con una frase de Alberdi, escuchada de mi profesor de Instrucción Cívica, allí presente, el doctor Carlos Fayt, que decía: “El pueblo debe ser testigo del modo como los tribunales desempeñan su mandato de interpretación y aplicación de las leyes; debe constarle ocularmente si la justicia es una mera palabra, o es una verdad de hecho”. Deseaba sinceramente que esas palabras de Alberdi se concreten en ese Alto Tribunal.

Nace la acción de clase

El 24 de febrero de 2009, luego de largos siete meses de espera desde la audiencia pública, la Corte Suprema dictó sentencia confirmando la de la Sala II de la Cámara, declarando la inconstitucionalidad de la ley 25.873, con costas. Está firmada por todos sus integrantes, con disidencias parciales de los doctores Petracchi, Argibay y Fayt.

Después de casi 45 años de ejercicio de la abogacía, reconozco sentirme orgulloso con este fallo –un verdadero leading case– que no tiene precedentes y se conocerá con mi nombre. En él la Corte acoge por primera vez una figura inédita en nuestro ordenamiento jurídico: la acción de clase, al considerar que la previsión constitucional que contempla esta tutela es plenamente operativa y, por ende, su eficacia debe ser garantizada por los jueces. Esta nueva acción persigue garantizar los derechos de incidencia colectiva referentes a intereses individuales (art. 43, 2° párrafo de la CN). Y a diferencia del amparo colectivo, que ya había sido admitido, aquí se trata de derechos de neto carácter individual pero que se ven lesionados en forma homogénea por la ocurrencia de un hecho único.

Esto provocará una merma en la cantidad de procesos que se inicien, una evidente economía procesal para los Tribunales.




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