En tránsito
Resulta curioso constatar como un Colegio profesional como el nuestro haya sido capaz de renovarse y reacomodarse como institución, sin alterar ese gran ritmo republicano que mantiene desde su fundación.
El edificio que hemos construido concentra no sólo el lastre histórico de una profesión de prestigio decorada por hombres influyentes y políticos ilustres, sino que abriga un nuevo ciclo de apertura hacia los diferentes sectores sociales y subgrupos donde ésta se ejerce, entre los sutiles cedazos de la ley. Desde los pequeños círculos agrupados en estudios colectivos hasta el abogado independiente, cuya base está en la calle y en el equilibrio constante y cotidiano de sus destrezas personales como razón de supervivencia.
Vivimos en una sociedad de máxima turbulencia en que todo parece transitar y mutar sin tregua hacia otro estado. Atrás quedaron los muros que censuraban al hombre libre y cualquiera que hoy se detenga en Moscú o Beijing descubrirá el gran cambio universal que en menos de veinte años ha provocado esta era de la globalización.
El panorama de nuestras instituciones jurídicas, con esos primeros ciclos de bicarbonato que abarcaban desde la “Era Portaliana”, impulsada a partir de un Estado con mentalidad racionalista y codificadora, termina por zarandearse con aquel primer trance bullicioso de la década de 1920, para trazar su derrotero en una andadura más sosegada y de menos alteraciones que llega hasta la tumultuosa Unidad Popular, volviendo a mudarse bajo el régimen militar para culminar con esta “era neoliberal”, caracterizada por esa sensación de oleadas incontenibles de reformas de los sistemas, estructuras, regulaciones, procedimientos legales y otras parcelas del saber escindidas, que se renuevan y abarrotan nuestro escritorio a diario, con el asedio enfebrecido de las nuevas tecnologías.
Todo conduce al cambio y hace que esa palabreja “moderna” termine por agotarnos cuando recién nos disponemos a relajarnos, convencidos de que somos depositarios de algún rayo de claridad.
Si los abogados tuviéramos un específico código genético, el rasgo que nos distinguiría en la actual fase -de cara a otros oficios humanistas- sería nuestra condición de seres atrapados por un inevitable truncamiento y una permanente transición.
Un simple vistazo al arsenal de reformas publicadas en el Diario Oficial y la realidad cambiante y giratoria desde que cruzamos el umbral de la Universidad hasta ahora, reduce nuestros cuadernos a manuscritos fosilizados y en picadillos de recuerdos el conocimiento vivo que alguna vez adquirimos en las aulas.
Mirar hacia dentro
Lo relevante, entonces, es mirar introspectivamente en el mundo interior del Derecho y contemplar en ese silencio maduro el bagaje cultural que constituye la clave y el eje de la interpretación justa de una norma y la sólida arquitectura armónica que ofrecen los juristas más clásicos y esenciales, cualquiera sean los operadores que nos rodean y, sobre todo, confiar en la orientación luminosa que da el laboratorio de experiencias acumuladas que lleva cada uno. Esas en que, sencillamente, no hay cambio ni metamorfosis.
Ello no significa que podamos ser complacientes y dejar para el insomnio el Decálogo de Eduardo Couture, que acentúa la obligación del abogado de estudiar y pensar en forma permanente. “El Derecho se aprende estudiando pero se ejerce pensando”.
Si el signo de los tiempos es la potencia del cambio, con toda la vigilia y servidumbre que ello impone, nuestro desafío como Colegio de Abogados es convertirnos en una corporación cada vez más versátil, atenta a las transformaciones y al debate de las experiencias más novedosas, como protagonistas efectivos en la difusión y el apoyo a nuestros asociados y a todos a quienes todavía esperamos que se incorporen y nos acompañen en este espacio, en este escalón, como personas unidas por una vocación intima y que se inclinan por una vida compartida en la lucha por el Derecho, permanentemente, al servicio solidario de los demás.
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