Ética la función de jueces y abogados
Existen diferencias prácticas entre la ética de los jueces y la de los abogados, que emanan de sus funciones. El juez debe buscar la Justicia, a través de la ley, mientras que la función del abogado es defender los derechos de su cliente.
El bien es el fin o la perfección del hombre, y es por ello que su posesión genera un estado subjetivo que se llama felicidad; ésta s precisamente el descanso del ser en la posesión del bien. La felicidad sólo refiere al hombre, dado que es el único capaz de conocer, de procurar y de gozar el bien; siguiendo a Santo Tomás digamos que no hay “perfecta operación sin delectación”.
Cuando se trata de la moral profesional no se desvirtúa lo ya dicho. Se refiere simplemente a la aplicación práctica de los principios universales de la moralidad a las diversas situaciones de la existencia y a las relaciones que mantenemos con el prójimo. Precisamente la ética de la magistratura o de la abogacía valen como moral especial que trata de fijar criterios o normas de conductas que, si bien encaminadas a la perfección del hombre, guardan relación con una específica función que puede desarrollar el hombre en la sociedad, como ser juez o ser abogado.
Partimos de la moral sin especificaciones, y desde ésta descendemos a comprobar cómo se reflejan sus exigencias para aquellos que diariamente actúan desde la magistratura o desde la abogacía. No se trata de dos éticas sin conexión alguna; tampoco de dos nociones de bien o perfección sino de especies del género, con todas las consecuencias e implicancias. Para Antonio Peinador “La moral profesional es una aplicación de la moral, a la profesión, o mejor al profesional…No han de ser, ni pueden ser, distintos principios, de razón o revelados, que rijan la vida moral del profesional, en cuanto tal, de los que han de regir la vida de cualquier mortal, puesto que la moral, como la verdad, no puede ser más que una. Sin embargo, ni todo lo que es principio o base del raciocinio práctico tiene porqué enderezarse al profesional, ni aquello que a él se aplica, idéntico en su concepción genérica llega o ha de llegar hasta él de la misma forma y con la misma carga de conclusiones llega a los demás.
¿Positivismo o realismo?
Conforme a lo señalado, la ética de la magistratura o la de la abogacía tratarán del buen juez o del buen abogado, del modo particular que ambos se perfeccionan como tales, pero al mismo tiempo, como hombres, aun cuando sus tareas específicas no agoten sus tareas de hombres.
El magistrado es un funcionario público investido de ciertas potestades estatales; la comunidad le ha brindado autoridad para que en ejercicio de ella resuelva con justicia los casos llevados a su consideración. El “buen” juez es en definitiva el juez independiente y justo, el que con prudencia y conocimientos resuelve los casos dando a cada uno lo suyo; su derecho. Si bien la vida moral del magistrado, como toda vida moral, se nutre y fortifica por medio de las cuatro virtudes cardinales, es indudable que las que particularizan a la función del juez son la prudencia y la justicia. Pero las exigencias particulares que se le ofrecen al juez, requieren una precisión acerca del ámbito en el que él actúa, o sea, el del derecho. Su función específica es, decirlo – jurisdictio- pero para ello es preciso caracterizar el derecho.
La materia, como sabemos, no es terreno pacífico. El rango de posiciones lo podemos situar desde el realismo moral aristotélico tomista al positivismo lógico. El primero asigna valor a la norma jurídica, si ella es una ordenación racional de bien común – por referencia a un orden de valores morales objetivos que dicen relación con la naturaleza racional del hombre – pudiendo el juez aplicar aun la norma que no lo fuere, si de no hacerlo se sigue mayor daño a la comunidad. El segundo no reconoce validez sino a la norma positiva que deriva tal validez de otra igualmente positiva, pero de mayor jerarquía, cualquiera que fuere su contenido. Ello, por entender que los juicios de valor y la ética en general no pueden expresarse en proposiciones significativas de carácter intersubjetivo, pues son múltiples las concepciones morales y ninguna puede reclamar mayor valor que otra. Así para Kelsen o para Alf Ross, la Justicia sería una idea irracional, acientífica.
Para el realismo se reconocerá como derecho lo justo, y para el positivismo, sólo lo dado positivamente por el legislador. Para el primero el juez debe buscar la justicia por la prudencia en la aplicación e interpretación de la ley; para el segundo el juez debe sólo aplicar la ley por injusta que fuere, e imputa que el primero se aviene preferentemente con el autoritarismo en tanto que el segundo con la democracia, lo que por cierto es discutible.
Sin embargo, un planteamiento tal marginaría, por irracionales, todos los ideales en la política, que son precisamente los que pueden moldear la legislación positiva. Por otro lado, la ley dada por una mayoría, sin referencia a factores universales como la naturaleza humana, cualquiera que fuere su contenido, puede ser peligrosamente intolerante con las minorías.
Los deberes de cada uno
En cuanto a la ética del abogado, los mismos principios son los que se aplican, salvo que la especificidad de su servicio, distinto al del juez, radica en que éste administra justicia y el abogado es un auxiliar de la misma y un complemento esencial del juez. Es ella la única profesión consagrada y garantizada por la Constitución al señalar, en su Art. 19 número 3, que todas las personas tienen derecho a defensa jurídica en la forma que la ley señale (Ley 18.120, Código Orgánico de Tribunales, Código de Procedimiento Civil, Código de Procedimiento Penal, Código de Justicia Militar) sin que ninguna autoridad o individuo pueda impedir, restringir o perturbar la debida intervención del letrado si hubiere sido requerida.
El Código de Ética Profesional exige al abogado defender empeñosamente, con estricto apego a las normas jurídicas y morales, los derechos de su cliente; debe mantener el honor y la dignidad profesionales; obrar con honradez y buena fe; no aconsejar actos fraudulentos ni afirmar o negar con falsedad, ni hacer citas inexactas o tendenciosas ni realizar actos que estorben la buena y expedita administración de justicia. Debe abstenerse del empleo de recursos y formalidades innecesarias y de toda gestión puramente dilatoria que entorpezca injustamente el normal desarrollo del procedimiento y de causar perjuicios innecesarios.
En relación con la magistratura, el abogado debe estar siempre dispuesto a prestarle su colaboración, pues su alta función social requiere de la opinión forense. Su actitud debe ser siempre de deferente independencia, manteniendo su autonomía en el ejercicio de su ministerio, y no debe tratar de ejercer influencias sobre el juzgador apelando a vinculaciones políticas o de amistad o a cualquier otro medio que no sea el convencer con razonamientos aunque con alegaciones fuera del tribunal.
Existen, sí, diferencias prácticas entre la ética de los jueces y la de los abogados. Ellas emanan de sus funciones. El juez debe buscar la Justicia, a través de la ley, partiendo de la realidad del proceso y de la búsqueda de la verdad; en tanto que no es la función del abogado la Justicia, sino la defensa de los derechos de su cliente. El razonamiento del abogado es de carácter tópico, es decir, sigue un orden lógico, pero sólo a partir de una determinada premisa aunque ella sea, como lo es respecto de las leyes, discutible.
Su deber es trabajar sin falsedad, pero no es el suyo, decir toda la verdad. Es deber del abogado conservar el secreto profesional que está resguardado por la ley. No incurre por todo ello en una falta a la moral. Es el juez quien debe descubrir esa verdad aunque el abogado no puede obstruir esa búsqueda. Su obligación es sostener cuanto sea moral y legalmente lícito para defender a su cliente. Su deber es convencer al juez sin malas artes y no incurrir en incompatibilidad de intereses.
Calamandrei ha sostenido que en muchos años de ejercicio de la profesión forense, se ha convencido de que cualquier perfeccionamiento de las leyes procesales quedaría en letra muerta si los jueces y abogados no sintieran como ley fundamental de la fisiología judicial la inexorable acción complementaria, rítmica, como los latidos del corazón, de sus funciones. Sólo si los jueces y los abogados están dispuestos a reconocer la estrecha comunidad de sus destinos, que los constriñe – unidos al mismo deber – a encumbrarse o a envilecerse juntos, podrán colaborar entre sí con ese espíritu de comprensión y estimación que amortiguan los choques del debate y se solucionan, al calor de la indulgencia humana, las dificultades de los peores formalismos.
Las virtudes y los defectos de los jueces pueden apreciarse con serenidad solamente si se piensa que son la reproducción sobre un plano distinto, de las correspondientes virtudes e imperfecciones de los abogados.
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