Gobernabilidad

Entre todos podemos

Diego Valadés define gobernabilidad como “el proceso de decisiones tomadas de manera legal, razonable y eficaz, adoptadas por autoridades legítimas, para garantizar a la población el ejercicio de sus derechos civiles, políticos, culturales y sociales, en un ámbito de libertades y de estabilidad política y para atender a requerimientos informados de la sociedad mediante prestaciones y servicios regulares, suficientes y oportunos”.

Desde esta visión resulta claro que, efectivamente, la fuente o sustento de la gobernabilidad se halla en la norma constitucional y, por ende, asentada sobre las bases de un gobierno democrático.

En una democracia, la gobernabilidad es una responsabilidad que concierne a todos los órganos del poder en tanto deben aplicar el derecho de manera razonable. Los gobernados tienen un “derecho a un buen gobierno” y entiendo que también tienen la responsabilidad de propiciar las condiciones necesarias para que un estado desarrolle la gobernabilidad en el sentido constitucional, y esto deben hacerlo ejerciendo los debidos controles a la gestión del gobierno.

Quiero decir con esto que en la concepción de Montesquieu, el poder debía controlar al poder, vigilancia que se ejercía de manera recíproca entre los órganos que lo constituían. Hoy las circunstancias se han hecho más complejas, y el esquema de supervisión debe incluir, además de los que ejercen entre sí los órganos de poder, a los ciudadanos, los entes descentralizados (estados, provincias, municipios) y a las organizaciones no gubernamentales. A su vez, el poder se encuentra condicionado por los sectores económicos y por los medios de comunicación. Para el adecuado ejercicio de estos controles la publicidad de los actos de poder resulta indispensable.

La idea de buen gobierno antes señalada, o bien, de gobernabilidad, impone a los órganos de poder la proscripción de la arbitrariedad, entendida como la obligación de aplicar el derecho de manera razonable, así como la utilización prudente de los recursos del Estado.

Hasta aquí hemos analizado la gobernabilidad desde un punto de vista positivo. Quiero abordar ahora la gobernabilidad desde su valoración negativa, esto es la ingobernabilidad.

Admito que al iniciar el estudio de este tema no pude evitar pensar que los gobiernos autoritarios habían gozado de una suerte de gobernabilidad en tanto sus decisiones fueron cumplidas por los estados durante largos períodos; a esta inquietud tácita Valadés responde que tales casos no se comprenden en el concepto de gobernabilidad democrática, sino que se trata de formas primarias de dominación que se corresponden con la función de “mandar” en un sentido preconstitucional. La imposición de las decisiones del poder, en regímenes de fuerza directa o donde no existen controles jurídicos y políticos es tan solo una manera de ordenar, de reprimir o de oprimir.

Otra cosa distinta es la ingobernabilidad, que según el profesor brasileño Alfonso Da Silva, se da cuando el poder no puede cumplir con la garantía de los derechos fundamentales que le debe a la ciudadanía, o cuando, so pretexto de respetar esos derechos, no puede ofrecer condiciones de estabilidad política y económica a la sociedad. La ingobernabilidad afecta la legitimidad de un sistema y resulta irreversible, requiere volver a legitimar el sistema mediante cambios de gran profundidad.

La crisis de gobernabilidad, en cambio, consiste en desajustes superables que no afectan el consenso de manera irreversible, en este caso la sociedad no abandona la obediencia ni la lealtad hacia las instituciones ni se deja abatir por la violencia, la corrupción y la delincuencia.

Debilidades de la gobernabilidad y del sistema democrático en América Latina

Como una síntesis de lo hasta aquí expuesto podríamos decir que la gobernabilidad bien entendida empieza por la democracia, y esta última encuentra su sostén en la Constitución. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la norma fundamental se ve burlada en sus principios básicos y es utilizada –reforma constitucional mediante– para instaurar un régimen autoritario con la apariencia de un avance democrático? Tomemos el ejemplo de Venezuela, cuyo sistema imperante desde la Constitución de 1999 resulta un caso poco usual, según Allan R. Brewer-Carias, porque no se trata de la ruptura del orden constitucional sino de su observancia puntual. El problema en relación con la gobernabilidad democrática no radica en la falta de cumplimiento de la Constitución, sino del procedimiento seguido para construir esa norma y su polémico contenido.

Aunque la apariencia resulta democrática, el diseño constitucional fue concebido para favorecer la capacidad decisoria de quien ocupe la presidencia, y en esto consiste el déficit en cuanto a la gobernabilidad democrática de este sistema. Y ello atañe al aspecto constitucional puro de la gobernabilidad en tanto se refiere al proceso de creación de la norma fundamental, que es lo que se encuentra cuestionado. De esta manera vemos que en el aludido régimen venezolano no se registra un caso de gobernabilidad democrática, tal y como fue definido en estos párrafos, lo que existe es, como en muchos otros casos clásicos de autoritarismo, una forma atrófica de ejercicio del poder basado en una constitución que facilita las mayores potestades posibles a la presidencia.

Sin embargo, parecen existir otras falencias en las democracias latinoamericanas, que se relacionan sobre todo con el incumplimiento de la ley suprema, especialmente, por parte de quienes detentan el poder. Entonces, la democracia presenta un doble déficit: en lo social subsisten numerosos problemas de desigualdad, discriminación y carencia de oportunidades; en lo institucional, se trata de una “democracia de bajo rendimiento”.

Este enfoque voy a analizarlo a partir de la visión de Dieter Nohlen, quien reflexiona acerca de las críticas a las que son sometidas las democracias de América Latina. Dice al respecto que no se tiene en cuenta que el orden institucional de la democracia se ha producido en la mayoría de los casos, en países sin tradición democrática, en los que la socialización política de la población se desarrolló, en su mayor parte, bajo regímenes autoritarios. En este sentido es, sin duda, más rápida la instalación del ordenamiento institucional que la creación de una cultura democrática, cuestión que requerirá de un período de tiempo más prolongado.

Por otro lado, la crítica que efectúa la ciencia política implica a la democracia en toda la problemática del desarrollo, se la culpa de toda la miseria, del subdesarrollo económico y social. La coincidencia temporal del subdesarrollo económico y la democracia da lugar a interpretaciones erróneas. No existe una relación de causalidad entre estas cuestiones. La falta de desarrollo económico y social no se debe a la democracia. Estas deficiencias en el desarrollo de los países tienen más que ver con la aplicación generalizada de las políticas neoliberales en América Latina que no generan los cambios esperados, por lo menos no a corto plazo y, por el contrario, perjudican a grandes sectores de las poblaciones. El costo de estas insuficiencias lo paga el sistema democrático que es quien carga las culpas.

Otra cuestión es la que presenta la dicotomía histórica: Presidencialismo vs. Parlamentarismo, Democracia delegativa vs. Democracia representativa. Es cierto que la diferencia entre estas dos últimas democracias es más aparente que real. En tanto la confianza es el elemento clave de la representación con libre mandato que se expresa mediante su traspaso de los electores a los elegidos para que tomen las decisiones vinculantes respecto de los representados, la teoría de la representación incluye funciones delegativas, diluyéndose de este modo el contraste tipológico entre ambas.

Sin perjuicio de ello, no es menos cierto que elementos tradicionales de la política latinoamericana como el presidencialismo y la cultura política caudillista propicien la falta de responsabilidad del Poder Ejecutivo frente al Parlamento y al electorado. Por su naturaleza los sistemas presidenciales endurecen la separación de poderes y, con ello, dificultan la cooperación entre los órganos de poder; estos sistemas son propensos a la polaridad en cuanto a las relaciones entre el gobierno y el congreso.

En la obra de Diego Valadés se señala que el concepto de gobernabilidad todavía está en formación, yo me atrevería a decir que en América Latina el proceso mismo está en construcción, y en esto adhiero a la reflexión de Dieter Nohlen: hay que tener en cuenta las circunstancias, los recursos, las viabilidades, los logros, los cambios efectuados para profundizar la democracia y, desde allí, delinear estrategias para su consolidación.

El hecho de que la democracia haya perdurado en el tiempo se subestima muy a menudo si consideramos los peligros a los que se ve expuesta. Los riesgos de que deje de ser gobernable consisten en que se alienten el discurso y las acciones restauradoras del autoritarismo.

Todos podemos hacer nuestro aporte

Hemos visto hasta aquí que la gobernabilidad es inherente a la democracia, y, por tanto, debe ser garantizada, especialmente, desde la norma constitucional, pero no exclusivamente. Son los actores políticos y los ciudadanos de una nación quienes deben comprometerse con los sistemas democráticos constitucionales.

También hemos concluido que las democracias de América Latina padecen aún de serias limitaciones y deficiencias. Sin embargo, incluso en el peor de los casos, sigue siendo el sistema más respetuoso de las libertades individuales y colectivas que una nación puede tener. Aunque sólo se trate de una democracia electoral –es decir que el único o uno de los pocos derechos garantidos sea el de emitir el voto– ya es bastante si lo comparamos con cualquier régimen dictatorial.

Es también un hecho digno de destacar que las transiciones que tuvieron lugar en Latinoamérica de los regímenes autoritarios a los sistemas democráticos en la década del ´80, pudieron desarrollarse de manera pacífica mediante pactos entre las élites militares y los partidos políticos. Esto, sin lugar a dudas, favoreció la perdurabilidad del régimen, dando por primera vez en mucho tiempo la sensación de que se encuentra afianzado e instaurado en la región.

Es posible que la gobernabilidad en los países latinoamericanos se encuentre en crisis, pero confío en que puede resolverse dentro del sistema mismo, sin llegar a una situación de ingobernabilidad extrema.

Ahora bien, es imperioso delimitar estrategias para la consolidación definitiva de la democracia –y la gobernabilidad–, que nos permitan ser capaces de identificar los logros obtenidos hasta aquí y redoblar esfuerzos para seguir avanzando.

Sartori ha dicho que conceptualización errónea consiste en atribuir a las democracias latinoamericanas características que suponen su subestimación, su determinación negativa, su condenación, su fatal desenlace. Pues bien, no debemos permitirlo, tenemos que ser capaces de adaptar el sistema democrático a las idiosincrasias de nuestra región, creando un concepto nuevo que se aplique a estas nuevas democracias a las que no les corresponden las definiciones acuñadas en otros tiempos y lugares, aunque siempre manteniendo la esencia misma del sistema, en cuanto sostenido por la Constitución, norma creada mediante el consenso de la sociedad toda, enteramente representada en ella y garantía de nuestros derechos. Estoy segura de que vamos a lograrlo, al menos somos unos cuantos los que, humildemente, trabajamos para ello.




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