La Permanencia del Derecho Indiano y Español dentro del Derecho Nacional Codificado
El proyecto de la Constitución Provisoria para el Estado de Chile, redactado en 1811 y publicado en 1813, que no alcanzó a regir, confirmó la vigencia en el país del derecho anterior a 1810, que continuaría en vigor en la medida que no se opusiera a la constitución o a las leyes y reglamentos de las nuevas autoridades.
Igual confirmación general se efectuó en 1818, con la Constitución de aquel año, que mandó a los tribunales “juzgar las causas por las leyes, cédulas y pragmáticas que hasta entonces habían regido, exceptuando sólo a aquéllas que pugnaran con el sistema liberal de gobierno”. Lo mismo ocurrió en 1837, con motivo de dos leyes de fundamentación de sentencias que partían de la base que los jueces, al fundar su fallo, debían citar la legislación que regía en Chile desde los tiempos de la monarquía.
En otras palabras, después de la Independencia el antiguo derecho español continuó vigente dentro del nuevo estado chileno, lo cual no podía ser de otra manera, en consideración a que no podía prescindirse de un derecho que tenía arraigo en el país, al igual que en el resto del continente, desde el siglo XVI.
Este derecho estaba constituido por aquel específico dictado para América o para las Indias, como se las nombró desde los inicios de la conquista en el siglo XV, haciendo alusión al territorio al que Colón creyó haber llegado, llamado por ende derecho indiano, cuya principal expresión lo constituyó la llamada Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias de 1680.
También formaba parte de este derecho, a falta del anterior, el castellano en virtud de haberse incorporado las Indias a la corona de Castilla, conforme al orden de prelación de las Leyes de Toro, dictadas en esa ciudad española en 1505, que incluía, entre otros, a dichas leyes y también a la Novísima Recopilación de Leyes de España de 1805; a la Recopilación de las Leyes de estos Reinos o Nueva Recopilación de 1567; al Fuero Real, que databa del siglo XIII; al Fuero Juzgo, de igual época, aunque con orígenes en la monarquía visigoda hispana; y, por cierto, a las famosas Siete Partidas, elaboradas también en el siglo XIII. Incluía, además, al derecho romano y al canónico, ambos vertientes del llamado derecho común, expresión del saber jurídico bajo medieval, con raíces justinianeas; y a los llamados derechos indígenas, cuya vigencia la corona no podía ignorar y que por ende toleró, aunque con importantes restricciones.
Los códigos patrios
Sin perjuicio de lo dicho, a partir de 1810, el nuevo estado adicionó, modificó y derogó parcialmente este antiguo derecho, a fin de adaptarlo a los nuevos tiempos que corrían, lo cual se hizo inicialmente en forma inorgánica, siendo éstas las primeras manifestaciones del llamado derecho nacional o patrio.
Dentro de este ideal, tempranamente arraigó en el país la necesidad de codificar el antiguo derecho, a la usanza de como se estaba haciendo en Europa y en otras naciones americanas. Ejemplos de ello son los famosos cinco códigos napoleónicos (1804-1810) y la temprana codificación efectuada en Bolivia por el mariscal Santa Cruz, entre los años 1830 y 1834, que incluye cuatro códigos: Civil, Penal, de procedimientos y Mercantil.
Inicialmente, se planteó simplemente reemplazar los textos españoles por la adopción de códigos extranjeros, que serían considerados códigos patrios. Ejemplo de ello es lo manifestado por el Director Supremo Bernardo O´Higgins, en 1822, quien aludiendo a la codificación napoleónica, señaló: “Sabéis cuán necesario es la reformación de las leyes. ¡Ojalá se adoptaren los cinco códigos célebres tan dignos de la sabiduría de estos últimos tiempos, y que ponen en claro la barbarie de los anteriores!”.
Sin perjuicio de ello, esta idea no prosperó en Chile. Por el contrario, el camino elegido apuntó a la codificación del derecho, sobre la base de la elaboración de textos originales, aunque con los cánones de la moderna ciencia de la legislación. El resultado de la codificación, los llamados códigos, se vio influenciado, por ende, por normativa extranjera, pero valiéndose también de fuentes indianas y españolas.
Descuella en esto, como una obra original y de gran trascendencia no sólo en el país, sino también dentro de Hispanoamérica, el Código Civil chileno, elaborado por Andrés Bello, terminado en 1855, que en su propio Mensaje, escrito también por Bello, alude a la originalidad de la obra y hace alusión a la importancia de la antigua legislación española hasta entonces vigente en el país: “Desde luego concebiréis que no nos hallábamos en el caso de copiar a la letra ninguno de los códigos modernos. Era menester servirse de ellos sin perder de vista las circunstancias peculiares de nuestro país. Pero en lo que éstas no presentaban obstáculos reales, no se ha trepidado en introducir provechosas innovaciones”.
El Código Civil chileno marcó el camino de la codificación en el país. Le siguieron otros, todos de importante presencia en la vida jurídica del país, mayoritariamente vigentes hasta hoy, aunque con importantes modificaciones en algunos casos: Código de Comercio (1867), Código Penal (1874), Código de Minería (1875), Código Orgánico de Tribunales (1876), Código de Procedimiento Civil (1903) y finalmente Código de Procedimiento Penal (1907).
Interesante al efecto, a diferencia del Código Civil, es el Código de Comercio, de menor originalidad que el anterior, aunque no por un simple sentido de adopción de normativa foránea, sino como dijo el propio Bello en 1833, porque: “Los inconvenientes que bajo otros aspectos pueda producir la adopción de leyes y usos extranjeros no tienen cabida en el comercio, que es cosmopolita en su espíritu, y cuyas necesidades, intereses y operaciones son unos mismos en todas las formas de gobierno. Interesa en alto grado al comercio, que en todos los pueblos que tienen relaciones recíprocas, se asimilen, cuanto es posible, las reglas destinadas a dirimir las controversias entre los comerciantes. La uniformidad de la ley mercatoria sería, no solo un nuevo estímulo para las especulaciones, sino un nuevo lazo de amistad y unión entre los habitantes de los más lejanos climas del globo”.
Leyes de enjuciamiento
Digna de nombrar es también la codificación de los procedimientos o de las llamadas leyes de enjuiciamiento. Tanto Chile como el resto de los países del orbe hispanoamericano los codificó por separado, tomando el derecho procesal común a todos, que tenía sus orígenes en el antiguo derecho español ya descrito, sin seguir ningún gran modelo. El resultado por ende, arrojó obras originales.
En Chile, esta codificación se hizo en dos tiempos: parcialmente e inaugurando la codificación, las leyes de 1837, conocidas como Leyes Marianas, en honor a su autor Mariano Egaña, dentro de las cuales están las de fundamentación de sentencias ya aludidas. El propio Bello, en apoyo al proyecto de Egaña, señaló: “En él hallaréis las mismas leyes que nos han regido, acomodadas ahora a nuestro estado presente”. Cerraron este proceso, los dos códigos de procedimiento ya dichos, ambos de inicios del siglo XX. En el tiempo intermedio, según lo visto, se produjo la codificación del derecho procesal orgánico.
En fin, el verdadero cambio en la normativa post Independencia ocurrió en el país con la codificación. Paradójicamente, muchos de los nuevos textos incorporaron, junto a elementos extranjeros, categorías y conceptos provenientes del antiguo derecho indiano y español, aunque usando las técnicas de la codificación, esto es, simplificando textos, unificando situaciones anteriormente distinguidas, ampliando o restringiendo normas vigentes, formando nuevas normas a partir de la casuística existente, etcétera, pero en definitiva tomados, en parte, de la vieja normativa que databa de los orígenes del país. De esta forma, el antiguo derecho no quedó ausente de los códigos, pero quedó en ellos, por así decirlo, nacionalizado.
Existe por ende, no sólo en Chile, sino que en el resto de Hispanoamérica, una continuidad entre ambos derechos, el antiguo derecho indiano y español y el patrio o nacional, la cual no es sino un reflejo de la continuidad existente en el derecho occidental hasta hoy, cuyos orígenes se remontan a la antigua Roma.
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