Los Terribles Principios, Filosofía del Derecho
Este artículo se basa en la presentación del libro “Sentencias Destacadas 2008. Una mirada desde la perspectiva de las políticas públicas”, que por quinto año consecutivo publica el Instituto Libertad y Desarrollo, y en una exposición en las Jornadas Chileno Argentinas de Filosofía del Derecho.
Cada día más asuntos judiciales deben resolverse no en conformidad a reglas, que describen con cierta precisión una conducta, a la que la ley asigna una consecuencia también relativamente determinada, sino en base a un propósito que la norma proclama como deseable: Mandatos de optimizar el logro de un valor, como el de la igualdad ante la ley, el debido proceso o la presunción de inocencia, son, cada vez con más frecuencia, el derecho que se invoca para resolver una disputa.
La tendencia a legislar promulgando propósitos en vez de reglas se expande más allá del ámbito constitucional, en el que tiene ya una larga tradición, que en verdad no fue jurídicamente muy relevante mientras los sistemas políticos asignaron a las Cartas Fundamentales la tarea programática de solemnizar los propósitos políticos comunes, despreciando su aplicación directa.
Hoy, el interés superior del niño es el principal parámetro de decisiones que involucran a menores; ya no hay reforma procesal –la laboral es un buen ejemplo que no contenga solemnes “principios formativos del proceso”, fundamentales tanto por su aplicación directa como por el relevante auxilio que prestan en la interpretación de las reglas; ni el derecho administrativo, otrora compañero inseparable del procesal como ejemplos de ramas reglamentarias se salva del fenómeno. Quien revise, por ejemplo, la Ley de Bases de los Procedimientos Administrativos encontrará legalmente proclamado que los actos administrativos se rigen, entre otros, por los principios de celeridad, conclusividad, economía procesal, impugnabilidad y transparencia.
La nueva Ley General de Educación llena títulos enteros con los principios y fines de la educación, solemnizando los propósitos de universalidad, calidad, equidad, autonomía, diversidad, flexibilidad y tantos otros que parece haber quedado poco tiempo para determinar las reglas a través de las cuales han de lograrse tan nobles principios.
Buena parte del valor y relevancia de estas leyes se jugará en lo que los jueces y otros aplicadores hagan con ellas en las concretas disputas que surjan acerca de su significado y cumplimiento. ¿Pobres jueces? ¿Pobres poderosos jueces? ¿Pobre derecho?
Mayor discreción judicial
La teoría del derecho se plaga de debates acerca de si en verdad los principios tienen una naturaleza distinta de las reglas. Más allá de estas polémicas, el nuevo modo de sujetar las decisiones judiciales al derecho parece al menos abrir un campo mayor a la discreción judicial.
No es que el viejo derecho codificado careciera de normas de textura abierta o de difícil interpretación, en algunos casos enteramente deliberadas (la manera de graduar la culpa en el Código Civil puede servir de ejemplo). No se trata sólo de una cuestión de cantidad o de grados.
Entre otras razones, los principios también aumentan la discreción judicial, porque la decisión de los remedios –restablezca el imperio del derecho, se les dice a los jueces de protección es típicamente renunciada por los legisladores en favor de los magistrados.
Proponerse revertir el fenómeno tiene no pocos inconvenientes, pero además y, sobre todo, pa rece una pelea difícil de sostener en los tiempos del constitucionalismo, el que se impone tanto en su vertiente más material de aplicación directa de la Carta Fundamental y de su empleo como norte interpretativo de las leyes, como de su cara más ideológica del ideario neo constitucional y su permanente remisión a los fines del derecho.
Quien quiera resistirse habrá de remar también en contra de la corriente de las ideas de otro socio poderoso en este caudaloso cambio: el de los derechos humanos, no sólo por la vertiginosa influencia de los tratados de derechos humanos –típicamente constituidos más por principios que por reglas, sino, sobre todo, por el triunfo del ideario que lo acompaña, el que privilegia más el logro de resultados, que el respeto de formas.
Por último, la tendencia de establecer más bien fines deseables que reglas es una técnica en boga, porque se aviene con las premuras legislativas de estos tiempos y con un cierto impulso político a hacerse menos responsable de resultados, los que serán más fáciles de endosar a los silenciosos jueces si se escriben mandatos de optimización que detalladas regulaciones.
No obstante el tono crítico con que puedo presentarlo, soy de los que siguen creyendo que el fenómeno tiene mucho de esperanzador, aun cuando me parezca llegada la hora de hacer llamados a favor de la previsibilidad de las decisiones judiciales y a no perder de vista el valor de la seguridad jurídica y de la necesaria precisión del derecho en que ella descansa. Mal que mal, el componente esencial de la justicia, valor supremo del derecho, sigue exigiendo, ante todo, tratar los casos semejantes de manera análoga.
Si difícilmente se puedan revertir las tendencias judiciales a aplicar directamente la Constitución o a emplearla como norte interpretativo de las leyes y la del legislador de ocupar más el lenguaje de los principios que de las reglas, el desafío para mantener grados tolerables de seguridad, igualdad y previsibilidad de los fallos parece descansar en la disciplina de un buen razonamiento.
La Lógica de la Subsuncún
Razonar con principios exige de métodos diversos al de la subsunción que acompañó al modelo de las reglas. No se trata sólo de enfatizar la textura más abierta de los principios, sino, sobre todo, de reconocer que allí donde un caso ha de ser resuelto por estos, típicamente concurren dos o más en competencia, tensionando la decisión en sentidos incompatibles.
En la lógica de la subsunción, el conflicto debe, ante todo, clasificarse como correspondiente a una figura jurídica conocida. En la lógica de la subsunción, los hechos son compraventa o arrendamiento, homicidio o injurias. En el de los principios, los casos siguen siendo de libertad de expresión y de privacidad, de libertad de enseñanza y de derecho a la educación, de libertad de empresa y de transparencia.
Trasladar la lógica de la subsunción al plano de los principios aumenta la discreción judicial a grados intolerables si con ella se eluden, primero, el deber de precisar el contenido del principio cuestión que suele poder obviarse en el caso de las reglas y segundo, la necesidad de sopesar y balancear los que están en pugna.
En la medida que el juez emplee los principios y valores como si fueran reglas, le bastará con decir que un determinado hecho o norma que juzga atenta en contra de uno de los principios en pugna para declarar su antijuridicidad, sin necesidad de ponderar su influencia en el caso ni de balancear ese principio que estima conculcado con los demás que, con seguridad, comparecen en la situación y se verán más o menos realizados o disminuidos con su decisión.
El resultado es particularmente preocupante cuando jueces atribuyen fuerza jurídica a los fines del derecho con alta autonomía de los textos y luego deciden las controversias con arreglo a la solución que les parece maximiza la realización de esos fines, creando obligaciones jurídicas que resultaban bastante imprevisibles a los particulares y que, por ende, se les aplican retroactivamente y de modo desigual según la sala o foro judicial que decide.
No es escaso el aporte de la teoría del derecho en materia de resolver con principios. Dworkin y su teoría de los derechos institucionales y Alexy con su idea de ponderación y examen de proporcionalidad parecen ser los que más resisten la crítica del tiempo. El debate permanece, sin embargo, enclaustrado en la academia.
Así, el triunfo de los idearios del neo constitucionalismo y de los derechos humanos no se ve acompañado –al menos no a la misma velocidad de su éxito de una ideal de razonamiento judicial que se imponga en la cultura, como acompañó la lógica de la subsunción y del juez inanimado al proceso de codificación y a su ideología.
Mientras no haya un “jus comune” acerca del razonamiento judicial para la era de los principios, más dispersa, ideológica e ineficaz será la crítica sobre los fallos, más terreno ganará el escepticismo acerca de la posibilidad del derecho y más discrecional y elitista será la jurisprudencia.
El problema mayor es que el triunfo mismo de la noción de un derecho capaz de controlar al poder núcleo del ideario neo constitucional y el de derechos humanos corre el riesgo de agotar al prometedor caballo sobre el que cabalga, de desdibujar la noción misma que lo que controla al poder es el derecho y no otro centro de poder, sólo que menos transparente y controlable que el de los políticos, radicado esta vez en manos de los jueces.
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