Recaudar… ¿es lo único relevante?

No somos originales si ponemos énfasis sobre el estado de cosas que se vive en el ámbito tributario de la Provincia de Buenos Aires: identificado por el monopoder en cabeza del recaudador y concretado mediante inserciones legislativas restrictivas de las garantías jurídicas, por la eliminación de los controles interorgánicos y por el aumento exponencial de las medidas de coerción. Ello nos lleva a reiterar que en dicha Provincia reina un estado de totalitarismo fiscal en cuyo marco los contribuyentes y sus asesores se han encaramado como enemigos objetivos del sistema.

A su vez, la recaudación ha cobrado preeminencia por encima de los poderes públicos y se opera sobre el Poder Legislativo para luego, desde las leyes obtenidas, barrer de la escena al Poder Judicial, o bien, para desbordarlo de causas más allá de sus recursos humanos y materiales. La tendencia explícita es modificar las leyes para la exclusiva conveniencia del recaudador por vía de profanar instituciones jurídicas ancestrales, así como por desobedecer los mandatos de la Ley Suprema que exigen decisión y contralor jurisdiccional, y muy especialmente, respecto de aquéllos mecanismos que privan del uso, goce y disposición de la propiedad.

Mantener con firmeza la vigencia de los valores esenciales de un Estado Democrático de Derecho no es una tarea fácil cuando se le hacen todo tipo de tropelías con el propósito de lograr los objetivos propuestos. Entonces, es de lamentar que la Legislatura Provincial se haya convertido en un mero dispositivo formal cuya finalidad es legalizar la voluntad del Ejecutivo. Sabido es que el rango legal de una disposición no da patente de juridicidad. La concentración del poder en manos del legislador pasa a convertirse en meramente formal cuando, como en el caso que nos ocupa, el rol del Poder Ejecutivo –vía Subsecretaría de Ingresos Públicos y/o Dirección Provincial de Rentas- resulta determinante en la exigencia de libre aprobación de los proyectos más arriesgados.

Reiteramos pues que la materia tributaria (y en especial a nivel local) ha devenido en una suerte de “zona liberada” en cuyo ámbito es posible interdictar el patrimonio de empresas y personas en exceso del monto reclamado sin venia judicial, e incluso, contando con ella pero desde normas carentes de aval constitucional sustantivo.

Lamentamos decir que la alta intervención del Tribunal Fiscal de Apelación ha devenido inocua, por cuanto mientras las causas tramitan unos años allí, el recaudador aprovecha las complacientes normativas obtenidas del legislador para iniciar paralelamente medidas cautelares a troche y moche contra quienes acudieron a dicha jurisdicción en pos de obtener justicia fiscal sin pago previo. De suerte tal que, no solamente se desnaturaliza la razón de ser de la Alzada, sino que el hecho de recurrir ante ella termina convirtiéndose indirectamente en inhibiciones o embargos contra los apelantes, tornando así ilusorio y vacuo un
procedimiento concebido para afianzar las garantías en la materia.

A ello se suma que la ley fiscal ha ordenado a los jueces inhibir a la ciudadanía bonaerense en el plazo de 24 hs. De esta manera, se obvian los requisitos de verosimilitud del derecho y de peligro en la demora e, incluso, se cargan a la inhibición o embargo de cuentas intereses liquidados a espaldas de los afectados y hasta multas penales, y porqué no también con las costas en el caso de una sustitución de la medida. Obviamente, se trata de disposiciones explícitamente inconstitucionales porque afectan la división de poderes y son irrazonables en tanto: (a) es sabido que la inhibición patrimonial es subsidiaria al embargo (este último solamente opera a falta de bienes registrables cautelables); (b) se desvirtúa la razón jurídica de las medidas cautelares, y; (c) porque el hecho de cargar indefectiblemente con las costas de la sustitución implica ahora tener que asumir una derrota judicial objetiva que en los hechos no existe. A lo que también corresponde añadir la situación de privación de justicia que implica la invocación judicial de inexistencia de sentencia definitiva a los efectos de las vías procesales superiores (llámense recursos de inaplicabilidad de ley, de inconstitucionalidad o extraordinario de nulidad para ante la Suprema Corte bonaerense), con lo cual tal actuación irregular discurre campante en contra de los derechos de los afectados y, lo que es peor, del orden constitucional (repárese de paso que esos avatares podrían tener origen en una determinación presuntiva del tipo “express”…).

La coerción gubernamental que afecta derechos individuales tiene que estar autorizada y definida por ley como condición de validez. Pero la sola definición legal no quita los agravios cuando éstos existen. La ley reglamenta principios constitucionales; su alteración está constitucionalmente prohibida (art. 28, C.N.).

No pequemos de ingenuos: hace ya mucho tiempo que en la Provincia de mención poco importan los derechos de los ciudadanos, incluso los más caros a nivel individual. Se trata de una amplia brecha de afectación que va desde la apertura de cajas de seguridad -tan irrazonable como violatorio del derecho a la intimidad-, hasta el desdén por las defensas de los contribuyentes, en cuyo marco las pruebas aportadas han pasado a ser un detalle menor y obviable, en desmedro de la objetividad y de una criteriosa aplicación de los principios jurídicos rectores en cada uno de los temas de que se trate.

El objetivo es batir el récord de intimaciones y de apremios, así como de iniciar a mansalva medidas cautelares sin mirar a quién ni por cuánto. El derecho es entonces sojuzgado por el poder cuando debe ser exactamente al revés, en tanto ningún programa político o económico puede elaborarse al margen de las garantías de un Estado Democrático de Derecho.

La cuestión es que la recaudación no lo es todo, ya que los administrados también tienen derechos tales como los de defensa en juicio y de peticionar, así como que es dable esperar un comportamiento objetivo y razonable de parte de la administración. En la Provincia de Buenos Aires cualquier trámite, petición, reclamo o servicio ante la DPR resulta un desafío burocrático titánico y desalentador. Las respuestas son vías de hecho.

Todo lo hasta aquí dicho queda sellado con una novedad cuanto menos llamativa, que consiste en el envío de telegramas firmados por el propio “Lic. Santiago Montoya”, en los cuales textualmente se expresa: “No deje que continúe avanzando el proceso de determinación de oficio por expediente….En esta etapa acceda a un plan de pagos con 60% de reducción en monto de los intereses (DN B 20/07). No pierda tiempo. Finalizada esta etapa sus beneficios caerán al 40 %” (textual). Desde luego que los contribuyentes que han recibido tales notificaciones han soportado el duro camino inquisitivo de la fiscalización; y que también han planteado sus descargos en debido tiempo tal como lo regla el Código Fiscal. Hoy la DPR sustancia dichos descargos, empero el recaudador ya les ha advertido que lisa y llanamente perderán el tiempo si siguen esgrimiendo sus derechos (créase o no…). Se trata de una forma pragmática y cruel de anticiparnos la pérdida de cualquier esperanza de justicia tributaria en sede de la administración activa en la Provincia de Buenos Aires, a la par de despedazar los mecanismos concebidos por la dogmática de la materia a fin de esclarecer la verdad en cuanto a los hechos imponibles y obligaciones fiscales en juego. “No pierda tiempo…” es tanto como decir a boca de jarro que ejercer el sacrosanto derecho de la defensa en juicio carece de sentido, porque la condena ya es un hecho a priori, así como que, de proseguirse con el procedimiento determinativo, se tratará no más que de una sucesión vacía de pasos o etapas regladas que debe continuar la administración de acuerdo con algunas normas aplicadas del Código Fiscal. Ergo, una ficción en la que a la administración poco o nada le importa lo que esgrima el administrado en su descargo. El paso es obligado porque sólo después de esa apariencia de legalidad estará en condiciones (formales) de aplicar la anhelada condena.

Insistimos, las cláusulas constitucionales no son meramente programáticas, son principios obligatorios, imperativos, especialmente destinados a limitar el poder del Estado2. Su ámbito real de vigencia excede el de los poderes “políticos” (legislativo y/o ejecutivo), adquiriendo la fuerza de la necesidad garantizadora en el ámbito de la jurisdicción. Proteger al ciudadano, permitirle el ejercicio de todos y cada uno de sus derechos, debe ser siempre el principal interés a defender. Esta protección hoy merece el cuidado de la comunidad internacional, porque se teme más al abuso de poder, a las injerencias arbitrarias o contrarias a las disposiciones legales de los poderes estatales, que a las conductas abusivas, ilegales o irregulares de los particulares.

Es evidente que hoy día los apuros coyunturales de la administración pública se utilizan como excusa para agredir los pilares esenciales del Estado Democrático de Derecho. La supuesta eficacia parece legitimar cualquier propuesta, sin que importe lealtad, moral, ni derecho. Interesa la espectacularidad que amedrenta porque supuestamente generará disciplina fiscal. Sabemos que los objetivos del Estado son puestos en crisis cuando sus recursos económicos no alcanzan para realizar los planes necesarios para cumplirlos. Y también conocemos que esos recursos dependen esencialmente de la recaudación fiscal, y que ese financiamiento debe ser regular (ingreso en tiempo y forma de los tributos), no pudiendo estar a expensas de los incumplimientos de incumplidores “caprichosos y contumaces…” tal como oportunamente los definiera Giuliani Fonrouge. Pero tan importante función de los dineros públicos no autoriza a que sean cobrados de cualquier manera.

Puntualizamos que la “verdad real” no se consigue de cualquier modo; el Estado nunca puede resultar beneficiario de la ilegalidad o ilegitimidad que causen sus órganos o funcionarios. Existen valores colectivos e individuales que ponen límites a esa tarea, jerarquías áticas y jurídicas- que deben ser privilegiadas aún a costa de la eficacia. Y que quede claro que no pretendemos la preeminencia de ninguno de los intereses en juego, sino respuestas jurídicas limitadas por las reglas del derecho.




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