Sin patrocinio de abogado
Acontece en nuestra República que se han dictado más de veinte mil leyes cuya lectura y vigencia exige descorchar la imaginación para discernir entre la maraña de una simple pensión de gracia otorgada a un ex alcalde de Chanco hasta la Ley General de Bancos.
A pesar del agobio que significan para el hombre común las veleidades y caprichos de la lectura correcta de los textos legales, paradojalmente y en medio de toda esta entelequia, nuestros legisladores han conseguido poco a poco, pero con muchos pocos, dictar leyes que autorizan prescindir del patrocinio de un abogado lo que, en la práctica siempre fue una excepción.
La Ley de Protección al Consumidor, el Código de Aguas, el Código de Minas, la Ley de Votaciones Populares, la nueva Ley de Familia, la Ley de Tramitación de Posesiones Efectivas, la Cobranza Judicial de Cotizaciones más algunas actuaciones del Código del Trabajo y un catálogo abundante de cuerpos legales que deshuesamos, que autorizan a las partes para actuar sin asesoría de abogado, nos dan una señal que en esta democracia liberal “moderna”, el legislador no confía en la misión de la abogacía como protectora de los derechos del individuo. Colocados en la ecuación de “tira y afloja” en las contiendas más frecuentes de la vida real, en lugar de encauzar el acceso hacia un consejero profesional, opta por calar la norma que permite que los propios interesados se conviertan en tramitadores, gestores y litigantes.
Con ello se limita la colaboración del abogado en la solución de problemas, que es uno de los motivos que justifica la existencia de nuestra función como letrados.
Consecuencias
Lo anterior suscita desesperanza y frustración, especialmente en muchos jóvenes colegas que perciben cómo esta técnica de descarte, destinada, en teoría, a ampliar el acceso y responder al clamor social de justicia, acrecienta las posibilidades de hacer ilusorio un ejercicio sereno de su profesión, que compense de algún modo el cansancio, la fatiga y el mal dormir de un trabajo siempre duro e intenso.
En fin, no es ésta la oportunidad para defender y glorificar nuestro trabajo.
Intentos han existido en la historia por marginar nuestra intervención. Desde los Reyes Católicos que impidieron el paso y la residencia de letrados en Las Indias, hasta la velada proscripción de nuestra actividad por parte de los césares de los gobiernos totalitarios. A todo eso hemos sobrevivido.
No debe extrañar, ahora, que resulte una tendencia nefasta el permitir que sean los mismos dolientes ciudadanos quienes pongan en marcha sus derechos ante los Tribunales y ante el avasallador poder del Estado, irradiando la falsa idea de que “esa es” la vanguardia.
En la práctica, cada vez que ello sucede, aumentan las corruptelas y desembocan los “atajos”; se fomentan los pleitos en lugar de la concordia y se degradan las instituciones, dando lugar a un elenco de situaciones insólitas en que la realidad no imita a la imaginación sino que la supera con creces.
Para colmo, cuando se intentan resolver, se recurre al auxilio y comprensión de otra singular figura de nuestra profesión como es el “abogado de turno”, olvidando la carga impuesta al legislador por la Constitución, de arbitrar los medios para otorgar asesoría y defensa adecuada a quienes no puedan procurárselos por sí mismos. Aún a riesgo de ser temerarios, defendamos con firmeza y eficacia lo que es nuestro.
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