Un nuevo Código Civil
Esta pregunta, formulada así, a un chile no indeterminado, le parecerá sin duda rupturista, quizá hasta revolucionaria. A lo menos, la considerará iconoclasta. ¿Por qué terminar con uno de los pocos monumentos intelectuales de los cuales podemos enorgullecernos?
¿Por qué no derogar en vez La Araucana o los Veinte Poemas y la Canción Desesperada? Esta reacción me resulta comprensible, frente al estado de veneración a que se ha elevado al Código y a su autor, fenómeno comparable con el que ha acaecido en Francia con su viejo «Code». Allá la veneración es por el propio Código, con exclusión de sus autores. Aquí, se ha revestido también a Bello con un aura de semisantidad.
No es verdad que el Padre Hurtado sea el primer santo que tuvo Chile: antes que él, tuvimos a San Andrés y a San Diego. Me refiero, obviamente, cuando menciono a este último, a Diego Portales.
Desde hace ya varios años, he estado defendiendo la tesis que algunos estiman extrema de la necesidad que tiene Chile de recodificar totalmente sus leyes civiles. Además del propio Andrés Bello, que adelantó esta misma idea, estoy acompañado en esta posición por Claro Solar, Arturo Alessandri, Gonzalo Barriga, Fernando Fueyo y Daniel Peñailillo.
Pienso que existen sólo dos circunstancias que justifican una recodificación total de un Código Civil. La primera es una razón sociológico política; la segunda es una razón de técnica y de seguridad jurídicas.
Desde un punto de vista sociológicopolítico, pienso que se justifica dictar un Código Civil nuevo cuando el que rige ya no representa adecuadamente la estructura ciudadana, la sociedad civil, que está llamado a organizar, esto es, cuando ha llegado a un cierto grado de obsolescencia respecto de la sociedad civil actual, comparada con aquella otra para la cual se dictó. No parece necesario abundar en mayores consideraciones para acreditar que la sociedad pluricultural y multiétnica, consumista e industrializada del Chile de hoy difiere sustancialmente de la sociedad agraria de la segunda mitad del Siglo XIX.
También es posible justificar la dictación de un Código Civil nuevo por razones de obsolescencia técnico jurídica. Puede suceder que diversas instituciones jurídicas, creaciones jurisprudenciales o doctrinarias se hayan ido formulando durante la vigencia del antiguo Código, y hayan facilitado así soluciones novedosas o hayan abierto nuevos caminos interpretativos.
Pensamos, por ejemplo, en la inexistencia jurídica, en la inoponibilidad, en la tajante diferencia entre las nulidades absoluta y relativa, en la representación, en la formación computacional del consentimiento. También parece necesario traer al viejo Código figuras como el fraude a la ley, el abuso del derecho, la lesión o el enriquecimiento sin causa; así como la asunción de deudas, la imprevisión, el estado de necesidad, el error común, la teoría del acto propio o la teoría de la apariencia. La revisión de la teoría de los riesgos, la ampliación del “nemo auditur”, la aceptación del “rebus sic stantibus” también reclaman de una visión más moderna.
Lo mismo sucede con todo el derecho de garantías y con la necesidad de modernizar el sistema inmobiliario registral, hacer posible una administración eficiente de las comunidades, incorporar al ordenamiento la noción de patrimonio objetivo, ampliar los casos de responsabilidad objetiva o sin culpa, y aumentar la protección del medio ambiente. En materia de familia es posible señalar la ausencia entre nosotros de los pactos de convivencia, de un estatuto jurídico para la pareja no casada y de los testamentos vitales.
Es verdad que algunas de estas materias han encontrado un cierto tratamiento por la legislación separada dictada en el período de descodificación, pero esta legislación ha resultado frondosa y asistemática. Pensamos que la dictación de un nuevo Código es la forma más adecuada para dar racionalidad y sistematización a este cúmulo de leyes disfuncionales y diversas. Esta última consideración acarreará un mayor grado de seguridad jurídica, puesto que el nuevo Código Civil que propugnamos debe establecer los principios de general aplicación para toda esta frondosa legislación civil.
Frente al panorama de fragmentación del viejo Derecho Civil, de dispersión de las reglas civiles en innumerables leyes especiales, de aparición de normas civiles de nivel constitucional y de normas civiles de naturaleza supranacional, así como de reglas comerciales que han llegado a ser de aplicación general, sostenemos que ha llegado la hora de redactar un nuevo Código Civil, de “recodificar” el contenido del Derecho Civil, el que no corresponde al que tenía hace 150 años, cuando se inició en Chile el proceso de codificación.
Existen varios ejemplos contemporáneos de recodificación en nuestro continente, como son los de los Códigos Civiles del Perú, en 1984, y de Québec, en 1994, y proyectos de nuevos Códigos Civiles en Argentina y Bolivia. En Europa, se podrían señalar los Códigos Civiles de Holanda y de Portugal.
¿Es posible?
¿Un nuevo Código Civil para el Siglo XXI? ¿Es posible hacerlo? ¿Es conveniente? La idea no injuria a Bello, especialmente si se considera que el Código de Bello sobrevivirá en muchas de las disposiciones del nuevo Código. Pero hay que hacerlo bien. La tarea es considerable y exige definir previamente el rol, el contenido y la finalidad de este nuevo Código, precisar el concepto mismo de lo que debe ser un Código Civil en los tiempos que corren.
¿Es todo esto una utopía? ¿Un sueño de una fría noche de invierno? Si Chile pudo darse, al inicio de su vida republicana, uno de los Códigos Civiles mejor sistematizado, mejor balanceado, más ponderado y a la vez más moderno y más bellamente escrito de tantos Códigos elaborados en nuestro continente, no parece tan descabellado que –después de 150 años desde su promulgación– no sea capaz de mostrar nuevamente la capacidad de creación jurídica que caracterizó al Código de Bello.
En esta nota daré por supuesta la viabilidad de la segunda alternativa. La experiencia de más de ciento cincuenta años de estudio doctrinal y aplicación judicial ha demostrado que el texto del Código adolece de defectos y lagunas singulares y acotados, que una revisión metódica puede corregir, siempre que la intervención sea obra de juristas teóricos y prácticos dotados, no sólo de conocimientos, sino también de mucha experiencia en la composición de textos, especialmente normativos.
Debe recordarse que en el siglo XX el cuerpo original del Código ha recibido muchas intervenciones reformadoras en el campo del derecho de familia y reflejamente en el del Derecho sucesorio. El Derecho de bienes y el de obligaciones y contratos, a la inversa, prácticamente han permanecido intactos.
Pero en ellos ha incidido poderosamente el fenómeno que se denomina “descodificación formal”, consistente en la emisión de leyes especiales (no de leyes singulares, que dan origen al fenómeno de la descodificación material), creadoras de cierto Derecho que aún se mantiene en la ratio o Lógica del Derecho común, si bien lo modifica con notas nuevas o más particulares.
El nombre del fenómeno se debe a que el Derecho así creado está formalmente fuera del Código, aunque perfectamente hubiera podido haber sido introducido en él, sin quebrar el sistema ni cambiar los principios que lo sustentan.
Del caso se pueden ofrecer varios ejemplos; pero es muy significativo el de la prenda sin desplazamiento. La figura ya fue concebida como Derecho común de la prenda sobre cosas corporales merced a la Ley N° 18.112 de 1982; y por obra de la Ley N° 20.190 de 2007, su carácter común fue ampliado a las cosas incorporales; así que cuando entre en vigencia esta última ley, el desplazamiento y el indesplazamiento posesorios serán alternativas generales a elección de las partes; y este último dejará de ser una mera especialidad de la prenda industrial, de la agraria y de otras.
Pero la disciplina de la prenda sin desplazamiento permanece fuera del Código; aunque nada obsta a que se la introdujere en él, como Derecho común y general que es. Constituye, pues, un caso visible de descodificación puramente formal.
A mi juicio, la existencia de Derecho civil descodificado, o sea, de leyes especiales de tal Derecho, es la principal razón que hay para evitar una recodificación de ese Derecho, vale decir, la confección de un nuevo Código Civil, que es la primera de las dos alternativas puestas al comenzar estas líneas. Porque no vale la pena elaborar uno nuevo para meramente introducir en él figuras notoriamente ausentes, cuya ausencia no ha causado dificultad alguna a los tribunales para colmar el vacío.
Un caso muy notorio es el de la simulación, que es ignorada como figura general por el vigente Código. Pero la jurisprudencia tiene aceptados los principales extremos de la teoría general de la simulación y nadie podría quejarse en Chile de quedar indefenso ante un caso de tal figura o de no poder hacerlo examinar satisfactoriamente por un juez. Lo propio puede decirse, por ejemplo, del fraude a la ley o de la analogía, y de varias otras nociones, que también faltan en el texto del Código, pero que los tribunales aplican todos los días si hay razón para ello.
Hacer un nuevo código para introducir figuras como las nombradas sería no otra cosa que satisfacer unas puras ganas de legislar. Por lo demás, emprender semejante trabajo para que, como acaeció en el Perú con ocasión de su Código de 1936, con el cual se sustituyó aquél de 1852, la noción de abuso del derecho, antes echada de menos con vehemencia, fuera insertada con esta fórmula: “La ley no ampara el abuso del derecho”, más parece un “parto del monte”, que después de gran griterío da a luz un pequeño ratón.
Ausencias de este género, si se persiste en traerlas a existencia en el Derecho normativo, pueden ser colmadas con una simple revisión, uno de cuyos objetivos (no el único, por cierto) sea completar el cuerpo normativo en esos puntos faltantes.
La auténtica función de un nuevo Código, en cambio, fuere reconducir el Derecho descodificado en el curso de los decenios a su interior; y sobretodo, en la circunstancias presente, intentar la unificación del Derecho civil y el comercial, atendido que éste último ha sido descodificado aun más que el primero. Sin esta función, confranqueza no alcanzo a vislumbrar cuál fuere el interés de una recodificación.
Pero es ella la que precisamente ofrece dificultades a la empresa, porque ésta resultaría inmadura por precoz y apresurada. El obstáculo radica en que el Derecho descodificado que debe quedar destinado a ingresar en el nuevo código no ha sido objeto de un trabajo científico que lo haya dotado con una dogmática del mismo nivel que aquel poseído por el Derecho codificado hace 150 años, que no es otro que el viejo Derecho común.
No estoy por exigir que el Derecho especial emitido en Chile en los últimos decenios, que debe dar parte de su substancia a un eventual nuevo código, deba experimentar una evolución de tantos siglos como la recibida por la dogmática civilística de origen romano, antes de ingresar en un código lo cual fuere ilusorio pedir; pero que alguna elaboración debe recibir, eso me parece indiscutible, porque, atendido el estado bruto en que tal Derecho ha sido lanzado a vigencia por las diversas leyes que le han dado origen, no se puede ni siquiera pensar en que hayan de ingresar en un nuevo código, que necesariamente resultaría desequilibrado y de mala hechura, desde luego precoz y, sobretodo, efímero o de corta duración.
Es, pues, siempre preferible tener un Código anticuado pero de óptima calidad, que ha podido resistir con éxito un siglo y medio, como el que nos rige, a tener uno moderno pero técnicamente deplorable y momentáneo.
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